lunes, 14 de junio de 2021

LLEGÓ AL FINAL DE LA CALLE

     Había apostado por no jubilarse hasta alcanzar los 65 años de edad. Trabajó toda su vida lo que puede trabajar un hombre honrado que es conforme y acorde con su familia, su trabajo y sus obligaciones sociales. Y aunque pudo prejubilarse como habían hecho muchos de sus compañeros, acogiéndose a planes y programas de prejubilación, no lo hizo. Resistió con entereza rigurosa y honestidad en su puesto de trabajo, llevando con integridad el peso laboral que suponía trabajar desde los dieciséis años, con que empezara de aprendiz. Cualquiera podía calcular con afectivo amor, las veces que presionara con sus dedos las teclas de la máquina de escribir. Todo un mundo de adivinaciones y cálculos de oficina podía desenmascarar su completa y admirable vida de labor incuestionable y ancha.

     Y aquella tarde, después de los trámites burocráticos, y habiendo recibido de mañana la notificación certificada por correo, de que eran conformes los requisitos para su jubilación, se miraba a sí mismo con no cierta rareza ante aquella nueva vida que tenía por delante, para disfrutar el resto de los días con los suyos. Más aún, se sentía con una cierta extrañeza, cuando saludaba a sus vecinos y amigos en horas que nunca lo había hecho en días laborables. Días ahora de exquisito ocio y apacible vida sosegada.

     Pensando y divagando sobre ese nuevo estado de su situación, ganado con desvelo, tesón y dignidad, echó a andar calle adelante, reflexionando sobre cómo disfrutaría aquel resto de vida que aún le quedaba. El sol, se estaba trasponiendo a espalda de los cerros y mercados lejanos, dejando ver los últimos sonroseos a la vista, mientras él iba observando la opacidad de la tarde. Pensaba distraídamente si aquella nueva forma de vida, ahora ociosa, era real. Lo era, después de tantos años de trabajo. Saludaba y sonreía felizmente y satisfecho a quien se encontraba a su paso y seguía calle adelante. Meditando quizás, sobre todo, en aquella otra vida que dejó tras de sí sin dolerse, o pensando tal vez, en la primera mensualidad de pensión que le llegaría a fin de mes. Avanzaba por la calle, disfrutando de su feliz y vespertino paseo. Uno de los primeros que se permitía en aquella nueva vida a medio agotar, pero, previsiblemente, inagotable, para sus venideros y futuros días de felicidad con su gente y amigos.

     Llegó al final de la calle. Se detuvo junto a la última farola, aún sin encender. Contempló lo que tenía delante, y sólo veía el ancho campo perdiéndose a la vista, bajo el ennegrecido espacio de la oscuridad brumosa del atardecer. Detrás estaba su barrio. Donde vivía desde que fundara su familia y había sido feliz. Esa fue toda su vida. En la que ahora, ya libre de trabajo y disciplinados horarios, tenía puestos sus pensamientos para emplearse a fondo y disfrutar junto a sus seres queridos cada hora que le dieran los días y las noches. Se dio la vuelta instintivamente para volver a casa después de una nimia reflexión objetiva. Apoyó su mano sobre la farola que estaba junto a él, mientras aún miraba el horizonte, lleno de alegría interior. Y en ese justo momento, en aquel infortunado instante de la adversidad, el mecanismo que regulaba el alumbrado de la calle fue activado por la hora del reloj automático del tiempo. Y el hombre, calladamente se desplomó en el suelo a la velocidad implacable de la luz. Como si un rayo hambriento de muerte lo hubiese atravesado de repente. Y expiró.

(De "Mis microrrelatos")