Recuerdo a un
niño, que hace algo más de seis décadas era el zagal del pastor. Y como niño
que era, se tomaba la libertad de jugar entre los matorrales y saltar de piedra
en piedra, como un pajarillo suelto por el campo, mientras cuidaba de las
ovejas con su padre. Y entretanto, iba asimilando los peligros que podían
acecharle por los senderos y los peñascales, a veces resbaladizos. Le calzaban
sus pies unas alpargatas azules que le duraban nueve días: tres nuevas, tres
rotas y tres esperando otras.
No sabía leer ni
escribir su nombre. Tampoco tenía motivos que le llevaran a ese menester tan necesario y valioso como es la lectura, puesto que en casa no veía que nadie leyera ni siquiera una factura de la luz. Vivía rústicamente en el campo con sus
padres, cuidando del rebaño. Carecía de amigos y relación con niños de su edad, con los que pudiera compartir los juegos propios de la etapa infantil. Pero en invierno soportaba las inclemencias del frío y la lluvia, que eran muchas; y asimismo sufría el agobio del sofocante e insufrible calor del verano. Sin embargo, era consciente del
comportamiento y los cambios estacionales del año, aun desconociendo los conceptos de la medición del tiempo, y las causas del amanecer y
anochecer de los días.
La primavera le
parecía la estación más hermosa. Quizás porque, con el brillo de su colorido
se llenaban los campos de luz y de belleza, haciéndose más alegre con el canto
de los pájaros y el revolar constante de las golondrinas, que él espiaba, cuando éstas iban casi rozando en su vuelo, las hojillas de los floridos herbazales. La vida de su
infancia no podía ofrecerle otros alicientes distintos a esas observaciones, y los juegos que pudiera inventarse, mientras contemplaba los cambios propios de la Naturaleza, que de tanto observarla, le eran tan familiares como el balido de las ovejas.
Pero una de
aquellas primaveras algo le hizo cambiar al niño para siempre. No sabría decir ni explicar si era abril o mayo… Pero sí recuerda que la Naturaleza estaba florecida y que la luz de aquel día era radiante; cuando su padre, con el cabrero liaba un cigarrillo. Y fue entonces, que Manuel, el cabrero (que
así se llamaba), cogió del suelo una hoja de periódico, disponiéndose a leer lo
que allí se decía. El niño observó y vio aquello como una cosa que le atraía
poderosamente y le maravillaba. Había descubierto el encanto de la lectura,
tras los tres símbolos inconfundibles del diario ABC de la época, cuyo significado,
desconocía por entonces, pero que en adelante llevaría como indelebles signos
en su memoria.
Pudo ser la luz o
la belleza de la primavera lo que despertó en aquel niño la maravillosa curiosidad, o el
acto en sí del cabrero, que sin pensarlo, se aplicó a la lectura en presencia
de todo el campo…, inquietando y moviendo el espíritu del niño hacia aquella
cosa nueva y extraordinaria para él, que se diría a sí mismo, "si el cabrero puede leer lo que se dice en esa
hoja, por qué no habré de hacerlo yo”. Y de ese modo, cuando llegó por la noche
a casa, después de encerrar las ovejas en la cerca, se arrimó a su madre y -como si de implorar un juguete se tratara- le dijo: “mamá, yo quiero aprender a
leer”. Y a la semana siguiente, el niño tenía en sus manos “La cartilla primera”.
Y en ella, pronto aprendería las primeras letras del abecedario con ayuda de su padre, leyendo:
a, e, i, o, u; ma, me, mi, mo, mu; mi mamá me mima…
Y aquel
niño que hoy me trae su recuerdo, fue creciendo. Y con el tiempo, pese a los
obstáculos que debió salvar, sin haber ido a la escuela, aprendió cosas bellas
de la vida, y otras no menos hermosas que le enseñaron los libros. Observó
disciplinas abominables que practican los hombres, haciendo que los estómagos enrabien de indignación. Y es por ello y con ello, que alguna
vez, se le oye decir aún: “cuando debieron enseñarme El Padre Nuestro, sólo me
adiestraban en guardar ovejas”. Pero hoy sigue soñando todavía. Sólo que a
veces, no sabe cómo entenderse bien con el rebaño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario