Disertación de lo solo, Ramón
G. Medina
Publicado
el 2 de Mayo, 2016 en Sur de
Córdoba
Todos se habían muerto. No quedaba
nadie vivo en el mundo salvo un niño
Luis Alberto de Cuenca
Recordaba palabras que había
oído. O que había leído en páginas de muchos libros olvidados ahora sobre los
anaqueles. No podía decir, o quería declarar, que no estaba formado por la idea
de un solo hombre. Tampoco que pudiera agradecer a todos la imagen que del
mundo le habían hecho. Aunque sí toda colaboración le era valiosa. Sobre todo
en lo fundamental, hasta crearse un sólido pensamiento acerca de la diversidad
de sendas que podía ofrecerle la universalidad de los hombres: el sentido de la
observación. Sabía ahora que, de ese gesto supremo y vivo emanaba la parte
esencial que concierne al universo de los mortales. Sabía ahora, que “no sabe
más de mundo aquel que lo vivió, sino aquel que lo observó”. Y a cada paso se
apoyaba en ese ánimo de idear y entender el valor de cada acto. La simbiosis de
concebir serenamente la imparcialidad y el sentido honesto de la vida.
Aquellas páginas y palabras que
recordaba, le demostraban una y otra vez, y con más firmeza cuanto más las
meditaba, que el universo de los hombres, era cada vez más vulnerable y
propenso a un miedo necesario en cada uno, para inculcarse en sí mismos la
coherencia vital en todos colectivamente, como alivio cómplice de actitud
cordial: vive, y deja vivir. En ese sentido, cada vez que observaba el parecer
de los actos y las cosas, éstos y éstas se le representaban menos ecuánimes.
Más delgadas en generosidad. Le era forzoso apreciar la escasez favorable al
significado pleno del hombre. Nosotros éramos todos. Lo todo era un descubierto
de lo solo. Y lo solo… todo. Y entonces, ¿qué? Era todo acaso la eterna
disertación del disimulo. Lo falso y encubierto hipócritamente de todo valor
ausente y equitativo. ¿Esto era el hombre? Una disertación convencional de lo
solo, desencadenando el oscuro abismo de lo inhabitable. Quizás el temor
infinito al porvenir inexistente. El horror a la perseverante e
inarmónica perversidad.
Desde tiempo atrás, cuando
descubrió por primera vez los sonidos de cierta música clásica, entendió que el
cerebro humano era una forma modelable. Es decir, educable en el sentido más
hondo y constructivo para el devenir. No sabía el porqué de aquel efecto, pero
notó la vibración de su espíritu en forma de temblor y felicidad. Entonces
entendió: el hombre es un barro que se ahorma, según el alimento que su cerebro
percibe desde su infancia. Quería decir vasta educación. De ahí aquel
pensamiento genuino que nos viene a decir: cada uno trabaja según el país que
quiere o necesita. ¿Qué país quieres tú? ¿Qué país es el que tú necesitas…?
Pues solo es preciso trabajar para él. No para la raza. Sino para la paz de tu
espíritu y la cordialidad colectiva.
Le faltaba reflexionar sobre si
el hombre, nosotros, éramos un valor para la Naturaleza o un obstáculo para su
desarrollo. Lo solo ya lo era irremisiblemente. No el principio o lo único
aniquilable, amenazado y puesto en práctica para su ejecución. El inevitable
perjuicio de lo genuino. Lo auténtico, basado en la verdad. ¿Era un valor el
hombre, o éste se había inventado el significado de los valores, haciéndose a
sí mismo, garante de su propia involución? No encontraba episodios de sincera
humanidad. ¿Se desconocía acaso esa elevada cualidad, que hace a los hombres
casi eminentes y admirables? El llanto y la queja no le parecían ya hechos
relevantes de franca sinceridad que conmoviera. Mejor una patente disertación
en grado superlativo de lo solo, ante la irreconciliable amistad de la
insolencia. ¡Qué solos ahora! Recordaba aquel casi soliloquio del insigne poeta
sevillano Gustavo Adolfo Bécquer: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!
¿Los muertos…? ¡Qué vivos, los vivos… y qué solos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario