Madre de todas las tumbas
Ramón G. Medina
Tenía que decir algo y no sonaba bien lo que decía, porque se oía a
maldición, a improperio callado. Quería decirlo y no sabía cómo. Pero mientras,
ardía a llama viva la tierra donde Schulten soñó la más antigua y misteriosa
civilización de Occidente. Aquí todo es misterioso o lo parece. Hasta la
Educación. La costumbre de los hombres parece misteriosa. Los actos y las
conductas se convierten en acciones misteriosas que no son nada sanas. Yo
pensaba esto, pero el monte ardía no sólo donde el miedo a no controlar las
llamaradas era horrible. Esto es Onuba. También ardían las aurgitanas tierras
de Segura, las bravas y cesarianas cumbres del romano León. Los Parques
naturales. Veía arder toda Hispania y las honrosas extensiones de Lusitania
antigua. Los parajes de las Lomas de Berrocal, mi pueblo, los veía en llamas
cuando escribía esto. Creo que ardía todo. También el sitio de las sagradas
tumbas. Donde estaremos, si hay sitio merecido. Pero salto en pedazos, me
equivoco, grito, no puedo remediarlo. Soy vulnerable y te quiero, tú que lo
sabes todo, ¿no puedes decir algo…? Callas, y mueves la testuz…
No sé nada, dices; y suena a término gastado por su uso excesivo en la
tierra que arde cada día. Y digo: ¡cómplices!, en todo cuanto ocurre. Quisiera
decir, lleno de amor insobornable. Pero miro, atrincherado, la querida y
necesaria tripulación. Su esforzado y destructor sigilo, mientras llamea la
tierra a cada instante; rota y resurgida de su infierno. Pensando en su regazo,
que Dios era feliz con lo que hizo, antes del hombre. Viendo mi perfil
reflejado en la pira, cansada de esperar frescor de lluvia o palabra de amor,
conjugando belleza y crecimiento en aras de oronda sepultura. Y pienso: cada
uno se sabe lo que hace en bien o mal frente al incendio. Lo que es hombre
mirándose al espejo de su drama. Desdicha de rencores guardados en el miedo sin
voz del delicado frío de sus inmundos huesos. Huyendo de su fobia a perder el
poder gangrenado de su propia tragedia, perdiéndose en el monte. Donde habita
el respeto a la belleza. Y donde la llama destructiva no dejará amor
embellecido, ni luz ni esperanza verde. Sólo incierto camino plagado de sus
odios. No quisiera decir, sin temor a fallar en lo que digo, que crecer o
hacerse hombre es levantarse un día y ver que todo es podredumbre. Pero el
viento se mueve y todo parece ya más cerca.
No sabías tanto de la Naturaleza, pero ésta por instinto, era tu misma
cosa y ardor. Ni había redes sociales. Ahora sabemos hacer daño -nos dicen-.
Aunque el hambre susurraba entre dientes: “Cuando arde el monte, algo suyo se
quema, Sr. Conde o Sistema.” Pero uno era más niño que ahora. Yo dejé de ser
niño hace dos días y ya casi ni me quiero. Y hoy ya se dice cuando se incendia
el monte, “algo de todos se nos quema,” y hasta el mar arde de plástico
inodoro. Su himno de desconsuelo se nos parte e implora luz, gaviota del aire
que de sol se nos muere. Y algo que se acaba reclama vocerío, latido que no
arde cuando llegan las llamas y se mira, sintiéndolo en penumbra.
Nos hiciste adicto a la bebida y a otros vicios, comedia de cerrarnos
los ojos, y no somos felices, Señoría. Medra la mentira, que estaba más oculta
en el tiempo, y no era tan larga a la hora de la muerte. Las dudas casi
inalcanzables, nos rozaban porque se era más bruto. Y he oído decir: ¡oíd la
voz del Océano!; y su lento latido llega a todos en forma de lamento, como
granada que se deshace con lentitud de hielo entre los dedos de nuestra mano
hiriente. Claman sus ecos la barbarie con dolor de ternura, con queja conmovida
por la infinita dejadez y el odio desatados. No parece silencio mientras brama
el arroyo sin agua del verano, sin la sombra del lince mirando a la gacela en
su costumbre de hierba. Y he oído su voz llena de arrullos, casi oyendo los
llantos y los himnos antiguos, las vasijas de plomo, las baladas del monte en
los atardeceres de la encina arrobada, como niño en su cuna. Y he pensado en
voz alta: “Donde el amor se para crecen los hombres, las olas y los montes.”
Todo es tan chico -dice sin
alivio, nuestra Naturaleza-, cuando nos da su trigo almidonado. Su perfecto
gazpacho andaluz a la sombra de la era empolvada, sin asiento de piedra o casi
nada, a sabiendas de ser Madre de todas las tumbas. Las olas nos devuelven su
belleza dorada cuando acaricia el centelleo de sol y de amargura, tirando hacia
la orilla de todo su escozor. Como diciendo que no tiene sentido un mundo sin
amor, ardiendo en llamas de incendio arrasador y dando voces de hambre en la
porfía, hasta ver quien se pone más gordo y más cebado, aunque lleno de incendios
y de odios. Subiste los impuestos a grado de acabose cardíaco, y el trabajo se
fue para Ultramares. Dichoso tú, que pudiste vender los olivares. Los cerdos. Y
no diste comida. Ni hiciste Cortafuegos, circunscriebiendo fincas y lugares
baldíos; y ahora arde el monte, Sr. Conde o Sistema. Te salvaste, no obstante.
Pero no te has librado del alcance a la Madre del mar. A su sombra, que arde de
plásticos mortales. Vida y luz de toda tumba. Suprimiste la asignatura de Ética
y Conciencia, haciéndome a mí mismo, objetor de mi miedo a la Parasitología. Y
ahora, ocioso, no sé por dónde pasa el Lodo.
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